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El pichón

Breve nota editorial:

Estos "Cuentos para Cartas" fueron escritos en el transcurso de unos cinco años, en una época de saltos entre Londres, el mundo, para terminar en Buenos Aires en 2010.

Todavía quedaba en mi estilo algo de campechano, algo de sincero. La escritura era un combustible cotidiano que no me daba lugar a la duda. Ignoraba entonces, en esa juventud en la cual uno no se pregunta, todo lo que vendría después.

Jonas Meckas, genio del arte avant garde, mentor de Andy Warhol, de John Cassavetes, de otros tantos, dice hoy de nonagenario que nunca cumplió más de 27 años: "Después de los 27 la gente empieza a ponerse vieja. ... Miran hacia atrás y repiten. Después de los 27 te empiezas a preguntar "¿es esta la manera correcta de hacerlo?" Piensas dos veces todo. Antes dices, fuck you, no me importa. Lo hago igual."

Con este espíritu están escritos estos cuentos. Garabateados en la cuerda de un cafetín de vereda, escritos con el puño de la soledad, como "el pichón" que sigue. Pero por sobre todo en un abrir de corazón sin astucias, sin ambición más que la de escribir, de fluir en la melodía de las palabras, de divertirse plenamente y sacudir el polvo de la vida.

El Pichón

La soledad, en el principio la soledad. En ese primer aullido de vida la soledad. A cada pulso, paso de los pasos, batida de las campanas acá adentro, tan cerca que aparejan, descarado empeño de seguir viviendo, campanazo de seguir buscando solo, una y otra vez solo, en principio solo, caramba que solo.

Sin sentir que esa escasa caricia me promete un lugar para probarse al pecho quién es uno. Porque solo, y tuyo. Muy tuyo, quiero decir.

Hasta que me voy a caminar en el paseo. Busco lentejuelas en el borracho verdín del mañana. Caigo en ese charco de enlodado que me tropieza el querer. Y me hierve el pecho en esa nota que parece tan lejana tantas veces y tan cerca tan ahora.

No tengo nada más que hacer, lo sé, varón de antaño sin herraje, caballero de pulso un poco más de arrastre que de equino. Ese es mi espejo. Tal vez mi condena. Esta necesidad de comprender que me busca y me condena o yo la busco y me condeno fuerte, principio fuerte, principio sin sustancia, termino acá: improbable. Pues nuestro mundo es muy pequeño, tan pequeño que en el agrande me quedo solo, y fijo que me quedo solo. Yo como siempre estuve solo, sin lugar, Pichón, sin lugar. Vos tenías que verlo a Raúl, cuando me largaba el toque de prepo ese que hacía medio con la canilla y medio con el taco. Cosa rara, apenas si podía pasarme una de gol cada tanto, pero cuando se tiraba de arrastre las levantaba todas. ¿Viste como es? Cúando ya no tenemos más que dorarnos un poco el pulso, ese mismo pulso del que te digo a veces me surge como un campanazo, y recordar qué teníamos cuando era más claro el paso. Así es, Pichón, así es la cosa.

Vos tenías una novia linda y buena. Allá cuando vivías en Curmamarca 544, con el tío Esteban que te traía media tonealada de mandarinas desde el mercado todas las semanas y terminaban pudriéndose en el sótano de la casa. Que olor decuajado que había en ese sótano. Cuando tu viejo me hacía bajar a sacarle los vinos de la cantina para las partidas de ajedrez, me tenía que envolver con la falda del grembiule y pensar en los jazmines chinos de la entrada del Parque de la Rivera, que me quedaban de repente muy lejos, y muy lejos me quedaban todas las mañanas que tenía que levantarme a lavar el delantal para llegar prolijo a la herrería. Vos sabés, Pichón, que yo no sé cuándo ni como dejé de oler ese olor a podrido de las mandarinas, pero todavía me queda como tirado en el fondo de la nariz un recinto lleno de azahares violentos. Sueño, en mi pesadilla más descarnada, que me envuelve una naranja que me come la piel. Yo sé, y te pido disculpas, que no es del todo notable lo que te digo. Pero al final vos siempre fuiste el mejor. Y eso lo sabés, porque te lo dije, lo sabés. Prima sobre todo argumento una pregunta, y no voy a entender nunca qué carajo hacían con todas esas mandarinas podridas en el sótano de una casa tan prolija, tan señorial, nunca lo voy a saber.

Macarena. Que nombre, Macarena. Faltaba un poquito para que se convierta en un ángel y nos llevara a todos al paraíso. A mí, como a todos los de la cuadra, nos bastaba con verla escaparse de faldas cortas hacia el cabriolé del señor ese, ¿Jorge Lacurnea era? Hombre suertudo. Sobrado y suertudo. Pero que poquito que nos faltaba para que nos llevara a todos al paraíso, Macarena. A mí ni me miraba, que esperanza. Ahora me río. Pero al menos me quedaba perfumado con su presencia cuando pasaba a dejar las encomiendas por tu casa. O en las noches de ajedrez. Raúl me confesó, una tarde de esas de invierno, creo que Domingo, hacía frío - ¿te acordás como se marcaban los cables de teléfono en las ramas secas en invierno?- y entre un paso y el otro, me confesó que se sentía que Macarena lo visitaba disfrazada de palomita por la noches. Pero, Raúl, le dije, me acuerdo - ¿Qué me estás diciendo? ¿Se te soltaron las tuercas acá adentro? - Y el pobre me miró con cara de faldero, bajó la mirada, arrastró otro paso como queriendo patear una hoja seca, y no me dijo nada más. Pero estaba enamorado, Pichón, Raúl estaba enamorado. ¿Y hay algo que nos haga más y menos hombres en un mismo saque que el amor? Se pensaba que tu hermana podía convertirse en un animal, volar media ciudad, ahí donde las casas ya tienen rejas en las ventanas porque se te mete el cuco en serio, y cantarle uuuuuu uuuuuuu. Las fantasias.

Raúl siempre fue un pibe de barrio, muy tranquilo. Pero trabajaba como nadie el yunque. Con el martillo de bola era un artista. Y no porque trabajara rápido o con esfuerzo, sino que era más bien el manejo imposible del instrumento. Había que verlo desempeñar el martillo en su recorrido por el aire, un medio giro y el golpe contundente. De la forja llegaba la placa, y lo que Raúl moldeaba en cuatro o cinco golpes, le tomaba al otro unos diez. Hay gente que nace para lo suyo, Pichón, vos lo sabés bien. Hasta el tinte alboroto parecía más una seducción entre lo hierros que un golpeteo incesante. Un artista. Lo mío eran las pinzas, y tu viejo lo tenía muy claro todo. Un visionario, cada uno con lo suyo, y Raúl era el que le daba el soplo al molde, como inspirado. El fuego blanco del coque nos prendía bien los ojos y el viejo Marchetti nos hablaba del descubrimiento de la producción en serie, de los autos marca Ford, ese cuento que decía que usted podía comprarse cualquier auto de cualquier color mientras que sea un Ford negro modelo T y la gente lo compraba porque era lo único en oferta. Que sosiego que hay cuando la oferta es propia. Campanas en producción en serie y calidad. Un toque maestro. Eran otras épocas. La casa Visconti & Lorenzini de Florencia nos compraban a nosotros. ¿Te acordás? Y es que parecía que Italia era un gran coro de iglesias a campanazos en esa epoca, y tu viejo sabía cómo nadie que el tono de la campana se marca en la cintura, y no en la boca como se piensa. Era mágico, Pichón, ver como con un golpe delicado se abría un mundo de vibraciones. La herrería entera se estremecía. Porque vos sabés que cuando sonaba una campana Marchetti hacía vibrar hasta los clavines de las maderas. Y a nosotros el alma, Pichón. Cada campanazo nos movía un poco el alma. Pero eran otras épocas. Uno podía hablar de amor y desde el alma y no ser un iluso. ¿Hoy que nos queda? Que de la serie al masivo, y del vacío nos vamos al olvido. Pero te pido disculpas, mirá.

La última vez que la ví a Macarena estaba viviendo en Palomar, fijate si el destino no es un hombre vestido de humor: ¡en Palomar! Embarazada del tercero. Gabriel y María andaban por los siete y cinco me parece. Me la crucé a la salida del despacho de tu viejo, y me acuerdo que me quedé así, como sorprendido y algo rajado. Esa fue la primera y la última vez que pasó por la herrería. Siempre tan hermosa, y radiante. Pero sabés que había algo en la mirada que no me terminaba de encontrar del todo. Y mirá que yo soy un tipo simple, pero me doy cuenta de las cosas, Pichón. Tenía como un dejo de tristeza, algo que le blandía el corazón con una pena, con una pena de esas que no te permiten disfrutar de la vida como es, con todo lo que tiene. Yo me había enterado que - ¿Jorge Lecurnea era? - la había dejado, embarazada, por una pendeja francesa, medio de costadito el hombre se le había hecho de filos desde siempre. Ese cabriolé negro, que tenía la etiqueta de Huracán en el parabrisa de atrás, era un trapito de humo, viste. Y algo de eso se sabía siempre. Algo de eso sabíamos todos, Pichón. Porque todos sabíamos que Macarena tenía que vivir en el paraíso, y que no había nadie en este mundo que pudiera dárselo. A ese paraíso. Vos ni te dabas cuenta. Andabas medio enchufado con esa piba linda y coqueta, y con razón. Pero si le pusieras una ficha al destino, Pichón, ¿le hubieses prevenido a Macarena que el paraíso es una elección en lo cotidiano? Algo nostálgico, si se quiere, pero cotidiano.

El Sábado 15 de Abril me levanté temprano. La noche anterior me había tomado unos vinos con Raúl, allá en el bar de Marcelo Carrillo. Me fuí temprano porque siempre me molestaba tanto humo que se hacía adentro. Y para la medianoche, cuando se llenaba, era como estarle dentro de un sauna de tabaco y ron a fuego lento. Dí unas vueltas más, y sin querer queriendo ya estaba en la ducha y por entrarle al un libro que me ayudara a cerrar los ojos. Me levanté temprano. O había más bien algo que me levantó temprano. Hay que hacer lo que es justo, decía siempre Raúl. Hay que hacer lo que es justo. Como si ensayara en esa frase, en la repetición de esa frase, un momento que todavía no sabía bien cual era, ni cuando llegaría. Pero esa noche me lo dijo así: hay que hacer lo que es justo. Clarito. Simple. Resuelto.

Alcé en el tranco un poco de velocidad. Crispaba el aire en la orejas, porque era Otoño, principio de Otoño y recién rompía el alba. Hay que hacer lo que es justo, me repetía, como en tren de darle misa a un reparo que no me hallaba del todo. Hay que hacer lo que es justo. Carambola, parecía, me hacía sentir la inventiva, de acá para allá entraba en una para salir amargo y terminaba en otra para querer estar tranquilo.

Toqué el portón del viejo edificio. Raúl siempre dejaba el picaporte medio cruzado desde adentro cuando entraba, y era imposible entrar. Pero estaba abierto. Tuve un pensamiento que no te quiero detallar del todo. Se habrá olvidado, frustré. ¿Se habrá olvidado, tal vez algo borracho del trajín, se habrá olvidado de cruzar el picaporte? Caminé un poco por el patio, y subí las escaleras, y llegué a la terraza. Toqué. Raúl, soy yo, abríme. Toqué otra vez. Esperé un poco. Me acerqué a la baranda. Ya levantaba el sol, en los techos chatos levantaba. Toqué otra vez. Abrí. Entré. Raúl. Raúl. En el comedor había un postre a medio entrarle. La habitación como si nadie hubiera allí. La cama hecha. Media docena de flores en un jarrón, también con dibujos de flores. Rococó el asunto, si en realidad no sintiera que estaba medio ahí, en un lugar que no era del todo mío, pero que tal vez Raúl me lo pedía. Pensé en el cuento de la paloma. Pensé un poco en la magia, pero desacerté en la evolución del pensamiento, quedándome un poco como medio consternado. ¿Qué voy a entender yo?, ahora sí pensé, si del amor también nace la locura. Sobre la mesada de la cocina había un poco de revuelo. Una estampita con un hombre barbudo que leía algo así como de lo que sí y lo que no. Una linterna, me acuerdo. Y nada más. Después me fui. Dejé todo como estaba y me fui.

Yo creo, Pichón, que no lo sabremos nunca. Todavía siento el trincado del martillo, lejos, muy lejos, allá en el horizonte del tiempo que se mezcla con el incesante campaneo de esta nuestra soledad, y de alguna misteriosa forma hasta en la soledad hay compañía. Pero yo me la creo. Yo me la creo bien, que Macarena encontró su paraíso con Raúl. Que se fueron lejos a vivir de cerca ese lugar donde todo sí es posible. ¿Viste como es? Macarena, que nombre. Y Raúl. Con los años, en mi enojo, que se fuera sin despedirse, sin dejarme una carta, sin volver a insistir, pero al final es así, como que hay que hacer lo que es justo y lo justo como que no tiene medidas. Nunca te lo dije, Pichón, nunca te lo dije.

Felix Augusto Bachmann Quadros.

Julio, 2010, Buenos Aires.

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